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Corregir sin morir en el intento. Ortotipografía y estilo, ¿por qué las diferencias?


Corregir sin morir en el intento. Ortotipografía y estilo, ¿por qué las diferencias?

Ya he dicho, o eso creo, que es necesario que los autores sometan sus obras a los correctores, pero cuando los novatos se dan un paseo por la WEB para consultar tarifas se consiguen con dos problemas: diferentes precios para diversos tipos de corrección, y las formas de tasar los costos.

Expliquemos, entonces.

La corrección ortotipográfica junta la ortografía y la tipografía, por lo que si el autor escribió:

Y eso no significaba que no me alegrara por mi amiga Rebeca, ¡Cómo no iba a hacerlo! Una boda siempre es motivo de alegria… Claro, siempre y cuando, ¡Tengas con quién compartirla! ¡Dios mío que depresión…! Esto no puede ir a peor… Pero no, prefiero empezar por el principio.
-¡Vamos Baby! ¡Llegarás tarde a clase!- escuché las quejas de mi madre, detrás de la puerta.
Al llegar a la cocina, ahí estaba mi padre, vestido de traje para afrontar un nuevo día en la oficina.*

El corrector acomodará los acentos, la concordancia, las mayúsculas y minúsculas, el uso correcto de los puntos suspensivos, errores de transcripción, las rayas de diálogo, las comillas, las cursivas, las negritas y unificará el formato de los párrafos, las viñetas, numeraciones, etc.

Y eso no significaba que no me alegrara por mi amiga Rebeca, ¡cómo no iba a hacerlo! Una boda siempre es motivo de alegría… claro, siempre y cuando, ¡tengas con quién compartirla! ¡Dios mío que depresión!... Esto no puede ir a peorpero no, prefiero empezar por el principio.
¡Vamos, Baby! ¡Llegarás tarde a clase! ―Escuché las quejas de mi madre, detrás de la puerta.
Al llegar a la cocina, ahí estaba mi padre, vestido de traje, para afrontar un nuevo día en la oficina.

Cuando se trata de corrección de estilo, esta incluye la corrección ortotipográfica a la que se junta la revisión de las palabras repetidas, que no se consideran un problema sintáctico o gramatical, pero que actúan como muletillas, la propuesta de eliminación de los innecesarios adverbios de modo terminados en mente y la adecuación del texto para evitar el exceso de oraciones subordinadas que hacen que se pierda la idea principal. En fin, se trata de acomodar el texto para que los mortales lo entiendan.

Por lo general, cuando corrijo estilo le explico el autor las razones de los cambios y que sea él quien decida si los asume o no.  Aclaro: yo no explico por qué eliminé una coma criminal (si fuese el caso), yo explico es cuando redacto de nuevo un párrafo, aunque a veces se edita solo moviendo unas palabras y ni los creadores se dan cuenta, a pesar de las marcas que aparecen en el Word.

Es cierto que informarle a un autor que ha equivocado el nombre de su personaje (no fue Juan el que hizo esto, sino Pedro), que las acciones de un personaje no son consistentes con lo que ya se ha escrito, o que hay un vacío informativo que no corresponde con la estructura de la novela o el cuento, es un asunto que se refiere al «informe de lectura», si estás haciendo corrección ortotipográfica y te das cuenta de las inconsistencias, ¡por Dios!, las dices. No me cabe tanto egoísmo en el pecho para dejar un error así, aunque no sea de ortografía.

   Ahora el tema de cómo se tasan los precios.

Ocurre que si uno es un novato de la corrección profesional (siempre corrigió a los alumnos, a los amigos o a quien se lo haya pedido), llega y tasa por página. Entonces, los autores te envían las páginas en tamaño oficio, con interlineado simple y sin espacios de separación entre párrafos y, si el escrito es pantanoso, pasas tres horas corrigiendo una página y maldiciendo (más o menos dos horas y media corrigiendo y media hora maldiciendo, para ser justos). De allí que los profesionales tasan el trabajo por matriz, y una matriz son 1.000 caracteres con espacio.

Saber cuántos caracteres con espacio tiene un escrito es fácil. Con el documento abierto en el programa Word buscas la pestaña revisar, luego te diriges a la esquina superior izquierda donde hay un ícono con las letras ABC y los números 123, presionas allí y te dice tooooodo: páginas, palabras, caracteres con espacio, caracteres sin espacio, líneas y párrafos que tiene tu documento.  De lo que debes estar pendiente es de no haber destacado alguna parte del texto, porque en ese caso solo te dará detalles de la parte destacada. Así pues, cuando ya sabes cuántos caracteres con espacio tiene tu escrito, divides esa cantidad entre mil y ya tienes tu número de matrices, por lo que puedes hacer tus propios cálculos de cuánto te costará, de acuerdo con lo que te haya informado el corrector.

En suma, no es lo mismo corregir estilo que ortotipografía. Lo más sensato, en mi opinión, es revisar algunas páginas antes de establecer el precio.

Si al revisar te das cuenta que el autor escribe bien, que eventualmente podrás conseguir una coma mal puesta o un error de transcripción (ladillo, por ladrillo, por ejemplo), y que la corrección será fundamentalmente de formato o tipográfica, no le saques los ojos al pobre autor, porque lo más probable es que disfrutes la lectura.

Pero, si al contrario, te consigues con un texto en el que pasas dos horas para entender un párrafo, media hora maldiciendo y una hora más para arreglarlo, mi recomendación es que revises en Internet cuál es la tarifa más alta y la eleves. Si el autor acepta te metes la lengua tú sabrás en qué lugar, y trabajas. Si no acepta, igual lo agradeces, porque lo más probable es que ese escritor se ponga quisquilloso con cada corrección que le hagas (ver las reglas de Reglas de Botsford).    


* El ejemplo ha sido tomado de la prueba para correctores de la editorial Adarve

Las reglas de Botsford. Un acierto para entender


Las reglas de Botsford. Un acierto para entender

Cuando empecé en esto de editar y corregir trajiné mucho en el mundo virtual para entender las diferencias que se le atribuyen a editar, corregir ortotipografía o corregir estilo (aviso que voy a elaborar mis propias diferencias, porque no me convencen las que he leído); en ese trabajo me conseguí una joya: Las reglas de Botsford.

En su blog, Fernando García Mongay (https://blogs.20minutos.es/fuentesycharcos/2015/08/03/las-cinco-reglas-de-botsford-para-los-editores-de-textos/)  nos explica que Gardner Botsford fue un famoso editor de la revista The New Yorker. Al final de sus días de trabajo publicó el libro Life of Privilege, Mostly (Una vida de privilegio, en general) y en una parte de ese libro expone las cinco reglas que se aplican al trabajo de editar.

No voy a referir las cinco reglas, quien quiera saberlas que vaya al blog de García Mongay (se lo debo), me voy a centrar en la regla No 2 que dice (y me copio textualmente): «Cuanto menos competente sea el escritor, mayores serán sus protestas por la edición. La mejor edición, le parece, es la falta de edición. No se detiene a pensar que ese programa también le gustaría al editor, ya que le permitiría tener una vida más rica y plena y ver más a sus hijos. Pero no duraría mucho tiempo en nómina, y tampoco el escritor. Los buenos escritores se apoyan en los editores; no se les ocurriría publicar algo que nadie ha leído. Los malos escritores hablan del inviolable ritmo de su prosa».

Esta lectura fue una revelación, una epifanía que me llevó a entender mis difíciles y traumáticas relaciones con los autores.

El autor X (es obvio que no usaré su nombre) escribe «Desde el interior de la cabaña  pudo ver como si un intruso había salido abriendo la ventana de la habitación» y yo, dándomelas de respetuosa, le pregunto si le quito el si, o le cambio el había.  Me responde, muy molesto y grosero que si yo soy bruta y no puedo entender la expresión, que cómo me las doy de correctora y bla bla bla. Termino desechada (y gracias a Dios), para su segundo libro.

J. Humberto Pemberty (a quien sí le pongo nombre porque es un excelente escritor que recomiendo), colabora con frecuencia en la revista Poetas & escritores de Miami, que tengo la dicha de revisar. A Humberto jamás le había conseguido ni una coma mal puesta, ni una idea mal redactada; a sus artículos lo que siempre le hacía eran los cambios tipográficos (comillas inglesas por latinas o guiones por rayas largas),  pero un día tuvo que enviar el artículo con mucha premura y se le escapó una tontería gramatical, cuando le regresé el artículo con los cambios hechos (asunto que hago siempre y con todos), Humberto me envió un agradecimiento. 
  
No podía entender por qué las actitudes eran tan distintas hasta leer lo de Botsford. Y es que es tan evidente, que por eso es difícil de ver. El que no es escritor, no sabe de tiempos ni de concordancias y cualquier observación mancilla su prosa, el que escribe, sabe, por eso se da cuenta de su error y agradece.  

De allí que, queridos autores, seamos más Pemberty y menos X

¿De dónde salió esto de corregir?


En alguna parte escribí que todo el que corrige lo hace para dársela de sabiondo, pero no todo el tiempo es así. Ahora corregimos por el puro y «cochino» dinero. Y es que, como están las cosas, acá no se puede sobrevivir sin divisas, de allí parte este cuento.

Me conseguí, casualmente, a una amiga conocedora de mi profesión y habilidades para detectar errorcitos y errorzotes quien me pidió que revisara un libro que estaba preparando. En un primer momento no sabía cómo dejar constancia, en el documento en Word, de los errores corregidos; San Google me dio la respuesta que me envió a la pestaña revisar, (¡qué maravilla!) y desde ese momento sentí que entraba a un mundo profesional hasta entonces desconocido.

Pero lo amateur no se quita con la pestaña «revisar», poco a poco he ido entendiendo que la corrección es un arte con muchísimos caminos e intríngulis, y por supuesto mientras más descubres,  más profesional te haces (y no creo que eso tenga un límite).

Como tengo más de dos años haciendo esto, sin documento que me acredite, se me ocurrió hacer un curso on line. Qué pérdida de tiempo, el curso no pasó del tema tipográfico básico y cómo conseguir los símbolos apropiados en el teclado de la PC, y, en realidad, para eso basta el buscador. De verdad que, como mínimo, en esos cursos, deben tener un módulo sobre la actitud de los autores frente a la corrección: la segunda regla de Botsford, (en otro artículo escribiré sobre esto) se cumple de forma inevitable.

Bueno, para hacer el cuento corto, en este tránsito me he dado cuenta que he aprendido ―tanto de la gente como de las reglas de la Real Academia―, lo que no había aprendido en todos los años en la universidad, ni como estudiante, ni dando clases, y conociendo lo que conozco ahora debo decir para finalizar:
·         Ningún autor, por muy preparado que crea estar, debe publicar sin que antes su trabajo pase por los ojos de un buen corrector.   
·         Ningún corrector está a salvo. No importa si en un documento conseguiste 10.867 errores, si se te pasó una tilde, eso será suficiente para que descalifiquen tu trabajo. El ejemplo es real.  

Marina Araujo.